Soy el diablo y hago las obras del diablo.
Otis
Hace un par de años a Rob Zombie le entró el gusanillo de esto del cine, más allá de participar en la elaboración de sus videoclips o de prestar sus canciones para ost's, generalmente del género terrorífico. Con un presupuesto exiguo, un reparto de secundarios veteranos y su señora (espectacular señora todo hay que decirlo) el buen hombre se embarcó en el rodaje de La casa de los 1.000 cadáveres. En este film malsano, con una estética que iba de lo pútrido a lo infernal y una historia que seguía casi paso a paso la del clásico La matanza de Texas, asistíamos a las andanzas psicóticas y asesinas del clan Firefly (Abuelo, Ma, Baby, Otis, Rufus y Tiny) y al acecha-y-mata a cuatro desgraciados que tenían la mala fortuna de salir de un museo de criminales freaks para acabar en la casa del peor de todos ellos (el Doctor Satán) y su familia. La película se convirtió casi casi en un film de culto instantáneamente. Muy ecléctica visualmente, con diferentes texturas y formatos de grabación, un montaje demencial y una personalidad estética muy definida, la de su alma mater, la peli me causó una honda impresión.
Ahora, con el mismo director y reparto principal, Bill Moseley y Sheri Moon, y la ausencia de Karen Black, reemplazada como matrona del clan por Leslie Easterbrook, nos llega la continuación directa de aquella película, Los renegados del diablo (The devil's rejects). La historia sigue directamente de la anterior peripecia fílmica: la policía llega a la casa de los mil cadáveres dirigida por el sheriff Wydell (William Forsythe), hermano de una de las víctimas que reposa en la granja-cementerio. Tras un violento tiroteo varios miembros de la familia escapan, se reúnen con su papi querido, el payaso conocido como Capitán Spaulding (Sid Haig) y emprenden una huida desesperada en busca de un lugar donde hallar refugio y algo de paz, siempre con Widdell pisándoles los talones. El hecho de que sean psicópatas peligrosos y que no dejen de humillar y matar a aquellos que se cruzan en su camino no impide que, llegado cierto momento del metraje, se les cobre cierta simpatía a los Firefly.
El tono de road-movie que impregna la cinta se ve salpicado por toques de gore en algunos momentos, como la escena desarrollada en el motel de carretera o el pre-clímax. Rob Zombie no pretendía rodar otra película de terror. Su intención, más bien, era la de plantear un estudio fílmico de la violencia y la locura, de la ambigüedad moral que subyace en el interior de todos nosotros, en la bestia interior que a veces surge incontrolable. El otro gran objetivo temático de la cinta sería reflejar esos lazos familiares, abolutamente atípicos y disfuncionales, entre los miembros de la familia, que tras cometer una serie de asesinatos macabros es capaz de disfrutar de un helado de tutti-putti-frutti mientras conducen, charlan, ríen y escuchan música... Lejos de retratarlos como animales, Rob Zombie nos ofrece unos personajes muy ambiguos, repulsivos y atractivos a partes iguales. Siguiendo el manual de estilo del mejor Peckinpah y sus retratos de personajes que mantenían una existencia peculiar al margen de todo lo establecido como "normal" por la sociedad, outsiders descastados que formaban sólidos vínculos entre ellos, el film tiene puntos en común con obras maestras como Grupo Salvaje o Pat Garrett & Billy the Kid, la búsqueda de ese lugar donde poder descansar, donde sentirse a salvo. Curiosamente un burdel; más peckinphiano imposible. Así, Zombie ralentiza la imagen, desincroniza el sonido, congela planos al ritmo de la banda sonora y realiza un montaje ejemplar, nada confuso. Si en La casa... demostraba que era capaz de manejarse con un ecléctico material visual (como el mejor Oliver Stone de Asesinos Natos, película con la que esta comparte mucho del espíritu) aquí emplea tres formatos principalmente: el televisivo de los noticiarios, el cinematográfico convencional y metraje en 16 mm para las películas "familiares" del clan.
Modélica, ejemplar y espectacular resulta la secuencia final, donde emplea todos los mencionados recursos (ralentís, planos congelados) para ofrecer un fin de fiesta grandioso apoyado por la magnífica "Free Bird" de Lynard Skynard, rock sureño para una película que destila rock'n'roll y supura aires sureños por los cuatro costados, y que reivindica al tiempo, el espíritu libre de unos personajes que sólo saben vivir de una manera (en fin, no muy edificante: secuestrando, violando y matando). Uno no puede menos que recordar esa famosa fabulilla del escorpión que cruza el río a lomo de un pato... Está en la naturaleza de cada cual ser como se es. Al igual que la canción, la secuencia empieza suave, lenta y acaba furiosa, frenética, violenta. Si la película me estaba gustando, debo decir que para mí quedó engrandecida hasta lo indecible por ESE final. EL FINAL, ya que yo no le habría dado otro (claro que para gustos, los colores...). Casi casi bailando estaba yo en la sala (la primera peli que vemos sin que haya nadie más en el cine, por cierto, con lo que pudimos disfrutarla sin moscones molestos) del frenesí y los nervios que tenía. Prácticamente desde el final de la ya citada Asesinos Natos no había visto un ambiente tan intenso, frenético y violento y que fuera a la vez tan amoral y subversivo como contagioso (siempre figuradamente hablando, ojo, ni Leti ni yo tenemos intención de iniciar una carrera como Psycho-killers).
Otro aspecto destacable del film es el homenaje al espíritu transgresor, nihilista y rebelde de los 70, plasmado no sólo en la ambientación del film (peinados, coches, programas de televisión) sino en la recuperación de actores que intervinieron en películas míticas del género. Michael Berryman (el Pluto de Las Colinas tienen ojos), P.J. Soles (Halloween, Carrie) o Ken Foree (Dawn of the dead, Resonator), cuyo personaje se apellida Altamont, como el concierto de los Stones en que un espectador fue asesinado a golpes por los ángeles del infierno en los compases iniciales de Simpathy for the devil... Sid Haig tiene una prolífica carrera como secundario en sexplotaitions (Savage Sisters, Woman hunt) y blaxplotaitions (Coffy, Foxy Brown) y Bill Moseley intervino en la secuela de La matanza de Texas dirigida por Tobe Hopper. Mucho freak y mucha vieja gloria para un tributo a ese cine de sesión golfa y pase de madrugada que es el que en mayor o menor medida hemos mamado todos un poco.
En suma, una película macarra y gamberra que recoge todo el espíritu de lo que debiera ser el mejor cine de serie B: tiros, sangre, asesinos, zorras y rock'n'roll. Ojalá hicieran más películas como esta.