Aquí os dejo un relato premiado hace ya unos años y al que tengo particular cariño por varios motivos. Primero porque lo escribí durante mis últimos tiempos en el taller en el que estuve pluriempleado durante años, y traté de traspasar parte de mis ideas y mis sensaciones al cuento. La camaradería hawksiana de los profesionales, los intereses de la superioridad que no atienden a más razón que la del beneficio, la necesidad de ser fiel a uno mismo por encima de cualquier otra consideración, la honestidad intrínseca del trabajador que se entrega en cuerpo y alma a su trabajo por encima de consideraciones más efímeras... En segundo lugar, le tengo gran cariño porque el relato fue seleccionado como finalista del certamen al que concurrió, y esa supuso la primera de las tres visitas que la pareja Sparks-Plissken realizó en tierras manchegas a la localidad de Mota del Cuervo. Lo he vuelto a leer y he sentido lo mismo que cuando lo escribí, así que espero que por lo menos no os aburra.
EL ENCARGO
Finalista de la IV Edición del Premio Briareo de Cuentos
Cuando ves que tu trabajo se convierte en ceniza y humo que asciende en volutas hacia el cielo estrellado, que tu obra pasará a ser en unas horas un montón de astillas y vigas ennegrecidas y cascotes fundidos por el fuego, lo único que puedes hacer es tomarte otra cerveza, y otra, y otra. Hasta que se acaben o hasta que te pongas sentimental y te entren ganas de llorar, o veas el lado cómico de la situación y te dé esa risa histérica que no puedes contener y que te sacude en espasmos el vientre hasta provocarte agujetas.
El lugar está atestado de mirones y voluntarios y de bomberos que realizan su trabajo con velocidad y encono para evitar que las ascuas encendidas prendan el matorral circundante. Los cámaras de televisión mascan chicle aburridos, conscientes de que las espectaculares imágenes del incendio nocturno del molino apenas ocuparán un minuto en el último segmento del noticiario, entre el cotilleo sobre el famoso de moda y el estreno cinematográfico de turno. Nadie se va a hacer famoso o rico con aquello.
Y a pesar de eso, los dos hombres que desde un pequeño montículo, apartados del resto y ajenos al bullicio, contemplan la escena, no pueden reprimir una sonrisa de satisfacción y una ligera mueca de pena por la pérdida. Ellos lo construyeron y ellos lo han echado abajo. Después de todo, fueron contratados para eso.
Lo que le está diciendo es que debe construir la estructura exterior de la forma más veraz y realista posible. Que debe parecer viejo y gastado y maltratado por la edad. En su momento crepuscular, le dice. Lo que responde Pablo Salazar es que en cuánto tiempo lo quieren. Cómo de realista y cómo de caro. El dinero no es un problema, dice el otro mientras enciende un cigarro y sonríe con socarronería. Este es el proyecto más grande que se ha gestado en España y no vamos a escatimar medios. Tan real como quieras hacerlo. Y Salazar, que es una leyenda en el mundillo y ha trabajado para los mejores, tanto de Europa como de América, no puede reprimir un súbito interés por hacer bien un trabajo que supone a la vez un reto y una oportunidad. Nunca ha hecho nada parecido, y tal y como está la industria, probablemente nunca lo hará. En su interior ya está cavilando sobre la mejor manera de asentarlo contra el horizonte de los campos de molinos manchegos, tal vez en Criptana, quizá en Mota de Cuervo. Aquí hay un cheque para los preliminares, materiales, peones y todo eso. Tú te ocupas a partir de ahora. Tienes tres meses, le dice, aunque para sí Pablo Salazar sonríe sabiendo que le sobrará uno y medio.
Os ofrezco cuarenta y cinco días de duro trabajo a campo abierto, trabajando de sol a sol y quizá doblando algún que otro turno. No habrá capataces, cada uno será su propio supervisor, jefe e inspector de seguridad. Si no trabaja, o lo hace mal, o no rinde lo esperado, será dispensado de continuar y se le buscará un reemplazo. La mayoría me conocéis de otros encargos, y os aseguro que este será especial, uno de esos trabajitos que le podréis contar a vuestros nietos durante las comidas de navidad. La paga, les dice Salazar a sus hombres, la paga es el doble de la habitual porque os voy a exigir el doble de esfuerzo y de habilidad en la mitad de tiempo. Y antes de que pueda hacer la pregunta de siempre, la de quién se unirá a él en el empeño, antes de eso, una lluvia de espuma de cerveza cae sobre Pablo Salazar, que se contagia de la risa de sus hombres con tanta facilidad que casi se asusta del entusiasmo que les electriza a todos.
Si Pablo Salazar llamara a cualquier otro sabría que tendría al mejor arquitecto. Pero cuando Salazar llama a Ernesto Jiménez sabe que está llamando al mejor hombre. Y Ernesto, que sabe que se ha metido en un lío del quince, enciende un cigarrillo y pasea arriba y abajo por su despachito. Son las tres de la madrugada y aún no ha dibujado ni una sola línea sobre el papel pautado. Necesita crear tres o cuatro modelos para que los que pagan elijan un par de ellos, y ya sobre esa base, buscar el emplazamiento ideal. Así es como trabaja Pablo y así es como le encanta a Ernesto. Se crea un ideal y se armoniza con el entorno, se adapta, no se destruye para encajar algo. Sobre la mesa hay un revoltijo de información lograda en varios archivos históricos y en páginas de Internet. Jiménez ronda el papel igual que un depredador acosaría a su presa. Sólo cuando se abalanza sobre las reglas y rotuladores se permite un leve asomo de pasión. Luego la frialdad calculadora y la milimétrica precisión se apoderan de él hasta el amanecer. Al mediodía siguiente Pablo Salazar contempla cómo su amigo le pone delante tres modelos básicos con variaciones en la proporción y en la disposición interna. En total son ocho las posibilidades. No podría haber pedido más, le dice Salazar. ¿Puedo acompañarte?, le responde Jiménez.
Cuando la estructura de madera está ya asentada sobre el cerro se comprueba con el horizonte. El asistente parece satisfecho, encaja a la perfección. ¿Cómo vamos con los plazos?, pregunta. Perfectamente, es respondido al unísono por un coro de voces. Desde el andamio cilíndrico que rodea toda la estructura una docena de hombres le miran con una mezcla de desdén y diversión. Metal cubriendo la madera del esqueleto; resulta paradójico, dice. Podían haber utilizado ustedes otros materiales, como varillas de acero de refuerzo. O cemento. Jiménez bufa y niega, pero no dice nada. El alma del molino debe ser genuina, dice Salazar. Podemos engañar a todos los que lo vean, pero no queremos mentirnos a nosotros mismos. Tan real como quisiera, fue lo que me dijeron, y así será. De una cantera cercana ya han llegado varios camiones con sillares cortados a medida. Las paredes se cubrirán con argamasa en la fase final y se recubrirá todo con yeso. Los hombres doblan turnos sin que nadie se lo pida, y, extrañamente, no ha habido una sola baja de enfermedad en veinte días. Por ahora marcha todo bien. Puede tranquilizar a los que pagan el cotarro.
Y los que pagan están tranquilos porque han encontrado un diseñador competente, un constructor eficaz y una cuadrilla entregada que se está dejando el alma, vete tú a saber por qué. Ni que estén construyendo el Taj-Mahal, es sólo un molino más, como los hay a docenas por La Mancha, y a nadie le importan. Pero en fin, allá ellos, van a cobrar lo mismo. Y los que pagan siguen tranquilos haciendo lo suyo, lo que mejor saben hacer. Reuniones de trabajo donde se revisa el proyecto una y otra vez. Y se cambian cosas, se alteran conceptos, se añaden ideas, se extienden unas partes y se eliminan otras. Porque si se deja todo tal y como está su papel será el de simples auditores de gastos y los que ponen el dinero no están dispuestos a permitirlo. El que paga manda. Y en una de esas comidas se decide que el molino está fuera, que ya no es necesario contar nada del origen de nadie ni de dónde acaba tal o cual. Y durante las copas del final, mientras alguien está encendiendo un enorme habano que no fumará, pero que enciende porque le gusta que le vean hacerlo, mira la llama e inhala el humo y casi tose porque se le atropellan las palabras. Tengo una idea, dice. Os va a encantar, de verdad, dice. Y los comensales sonríen porque saben que, a estas alturas, ya será el último cambio importante, el definitivo, y si les funciona estarán realizando reuniones creativas en restaurantes de lujo durante el resto de su carrera. Cuéntanos, le dicen.
A Pablo Salazar no le gusta le cita que tiene mañana, le da muy mala espina. Pero en el taller del carpintero Esteve Sanchiz, con los pies hundidos en una capa tres dedos de serrín, virutas y astillas, su mente está perdida en una extraña paz. Esteve y sus tres ayudantes están dando los últimos toques de cepillo a la inmensa rueda catalina, una de las partes fundamentales que convierten la carcasa decorativa de un molino en una útil máquina de molienda. El eje, el palo de gobierno, las costillas y las plumas ya reposan en el enorme camión de transporte. Al final encontré lo que pedías. Me costó, pero lo hallé. Ya no hay demasiados pinos en Cuenca de los que poder tallar una pieza tan grande como el eje o el palo, dice Esteve. Salazar le mira agradecido y pasa la mano por la tersa superficie de la rueda. No tiene hendiduras, ya que no debe hacer girar engranaje alguno que transmita el movimiento de las aspas a las piedras de moler. Sólo quiero escuchar ese ruido, dice Salazar. El ruido que debían hacer esas enormes aspas trasladando la fuerza del viento al interior, dice. Pero lo que más deseo es saber que lo he hecho yo, que hemos construido algo viejo con los medios más avanzados, y que lo hemos hecho bien. Lo demás, dice, importa poco. Uno de los carpinteros empuja una polea de cadena hacia el tráiler del camión y la rueda catalina parte suave hacia el transporte. Esteve levanta su mano y acaricia un segundo la rueda cuando pasa por su lado. ¿Sabes lo más divertido?, dice. Que en mi taller hago de todo. Y la madera huele igual y se trabaja de la misma forma siempre, dice. Y me siento de idéntica manera mientras hago una cunita o un ataúd, dice. No cambiaría esto por nada.
La idea es que un joven campesino, hijo de molinero, llega a la villa y corte de Madrid. Es el amanecer del siglo de Oro. Efervescencia literaria, cultural y económica, ¿vale? Y allí llega nuestro molinero y se convierte en escritor de fama y enamora a una dama de la corte y participa en intrigas. Sólo que con ese planteamiento el molino aparece al principio, y ya no vuelve a salir en la película, ¿no? Y hemos construido uno de pega aquí en medio porque Patrimonio no quería darnos el permiso para filmar en uno de verdad, y era más barato todo esto que pagar el “extra” a los funcionarios de turno, ¿no? Y el jovencito con gorra de marca y camiseta exclusiva se pasea excitado mientras habla con Salazar y Jiménez sobre los cambios en la producción cinematográfica Aventuras de Íñigo de Castro, Caballero de Castilla. Un gasto excesivo para apenas dos planos panorámicos, quizá uno de ellos al amanecer o al atardecer, y tres de interiores que se rodarán en estudio. Así que tuve una idea, dice. Si el padre o el hermano del protagonista hubiera estado en el saqueo de Roma, con las tropas de Carlos V, y se hubiera traído algo de gran valor, sin advertirlo, y espías del Vaticano lo intentaran recuperar en una trama paralela… dice. ¡Podríamos filmar un clímax espectacular en el molino! Una pelea entre, digamos, cinco sicarios y nuestro héroe, con mucho golpe, mucha espada y de repente, ¡pam!, un candil con aceite, o una tea del hogar prende la ropa de uno de ellos que propaga el fuego y tenemos un impresionante final para llevarnos a la audiencia de calle. Ya hemos hecho pruebas con maquetas y queda de miedo, dice. Y con las palabras del petulante guionista se esfuman los sueños de permanencia que Salazar había alimentado con aquello. Nunca conseguirá construir algo que perdure en la memoria de nadie, más allá del decorado de la película de turno, que acabará desmantelado, o volado por los aires o, como en este caso, siendo pasto de las llamas. Esto va a ser mucho mejor que el capitán Ala-ancha ese… Ya lo veréis, dice. Y nadie tiene el ánimo suficiente para mandarle a hacer puñetas.
Ya tienen ustedes su molino. Sólido como una roca y funcionando como un reloj suizo. Hemos conseguido hasta que los crujidos del eje que haría un molino de mil seiscientos y poco cuando el viento le pegara de verdad suenen auténticos. Mi equipo y yo tenemos una petición, dice Pablo Salazar. Rebajamos un veinte por ciento la prima si nos dejan pasar la última noche en él, sin equipo de rodaje ni fisgones. Los chicos, dice Salazar mientras los nudillos de la mano que sostiene el móvil se ponen blancos por la fuerza con que está apretando el teléfono, los chicos se han encariñado con él, y les gustaría celebrar una fiesta. Lo que Pablo Salazar no dice es que Jiménez, que a veces está tan loco como él mismo, ha estudiado la posibilidad de desmontar los muros de sillería y el mecanismo interno de las aspas, el eje y la rueda y pagar para que una empresa realice un efecto digital por ordenador simulando cómo arde todo. La logística de pesadilla que habría supuesto la operación de trasladar el molino pieza a pieza hace que Ernesto haya abandonado la esperanza de salvarlo, pero no la de pasar un último momento allí dentro, quizá de ver el atardecer final desde el tercer piso. Lo que Salazar tampoco dice es que están hartos de renunciar a su trabajo y de perder tanto tiempo, ilusión y esfuerzo. Tan hartos que este puede que sea su último trabajo dentro de la industria del cine. Tan hartos que si el productor no les dice lo que quieren oír tienen preparados diez bidones llenos de gasolina. Claro, ningún problema, le dice el del dinero. Lo que sea con tal de recortar un poco los gastos. Esto se ha salido un poco de madre, ya sabe. Los de Medioambiente se han puesto algo nerviosos con lo de tener que sofocar un incendio controlado por la noche. Me alegro, dice Pablo Salazar, que aún tiene los nudillos blancos. Se gira hacia sus hombres y mueve el dedo índice en círculos. Levantan el campamento por el momento.
El rodaje se prolonga un poco más de lo esperado, ya que el director de fotografía quiere planos contra el horizonte en todos sus posibles estados atmosféricos: soleado, nublado, lluvioso, con mucha luz, con poca, con la luna asomando entre las aspas… Al final el guionista ha decidido incluir una broma metalingüística que les va a asegurar la nominación a dos o tres Goyas. Hacemos que un tío delgado y mugriento a lomos de un caballo esquelético llegue persiguiendo a alguien, dice. Pero está borracho, así que se cae del caballo y queda dormido. Cuando se despierta piensa que han sido unos gigantes, gigantes que sólo existen en los delirios y pesadillas provocados por el sopor alcohólico. ¡Y ya está! Tenemos ahí una perfecta coartada intelectual desmitificadora y referencial a la vez que va a volver loca a la crítica, dice cada vez más satisfecho de sí mismo. Todo eso alarga el rodaje tres días más, los que el equipo de producción tarda en encontrar un animal escuálido y un borracho que no finge el papel que está interpretando.
Los hombres de Salazar hacen guardia alrededor del molino, en torno a lámparas de gas y neveras con hielo llenas de cerveza hasta los topes. Las risas y los gritos han ido dando paso a un sereno silencio que planea sobre ellos y les reconforta. Están allí por el velatorio de algo que nunca estuvo vivo, pero que morirá en unas horas.
Ninguno de ellos es hombre de ideales, la mayoría ha leído muy poco en su vida, lo justo para formarse en lo suyo. Pero son hombres íntegros, honestos y leales, pragmáticos. Lo que vale para ellos es lo que puedes tocar, oler y saborear, dice Salazar. Pero míralos, a su manera se están despidiendo del molino, igual que nosotros. Tienen derecho, dice Ernesto Jiménez, mientras pasea por el firme suelo de madera de la tercera planta, mientras se agacha para mirar de cerca el mecanismo que engarza el eje con la rueda. Los dos hombres abren un bote de cerveza casi a la vez y brindan con un simple gesto en el aire.
Ya queda poco para que los técnicos de efectos especiales lleguen y lo embadurnen todo con la pasta inflamable especial que usan para estos casos. Será un incendio espectacular, sin duda. Nos despedimos con este atardecer, compañero. Me hubiera gustado que te quedaras un tiempo más con nosotros, pero no ha podido ser, dice Salazar mientras comienza a descender por la escalera de caracol. Hasta otra, dice Jiménez. Y los dos hombres se reúnen con su cuadrilla para echar una mano en los últimos trabajos que concernirán al molino donde habría nacido don Íñigo de Castro si hubiese existido.
La pelea y el inicio del incendio llevan ya rodados una semana, todo en interiores. Al fin y a la postre no habría hecho falta que el molino fuese tan real, pero Salazar es un hombre al que le gusta hacer bien su trabajo y Jiménez alguien que adora los retos. Y Ernesto contempla cómo el técnico da la orden a Salazar que desde la planta baja acciona el controlador que hace estallar dos pequeñas cargas en el segundo piso. Las llamas siguen un triple rumbo preestablecido, hacia la puerta del molino, hacia los ventanucos del tercer piso y hacia las aspas. En la oscuridad de la noche queda realmente bien la escena, con ascuas bailando en la brisa nocturna y las llamas ascendiendo salvajemente hacia el cielo estrellado. El molino está tan bien hecho que el tejado del molino se colapsa cuando las costillas y las plumas se quiebran. El molino está tan bien hecho que el eje y el palo de gobierno ceden casi al mismo tiempo, con lo que el plano general capta a la vez el desplome de las aspas en llamas y del palo de gobierno cubierto de chispas. El molino está tan bien hecho que el cuerpo exterior arde pero no se desploma, lo que permitirá de seguro añadir un epílogo final entre cenizas que cierre la película.
Y los artífices de todo ello miran desde lo alto de un cerro cómo su trabajo se desvanece. Y aún así, están tan orgullosos de su labor y tan ebrios que no pueden dejar de reír en mitad de la noche. Y Pablo Salazar y Ernesto Jiménez no dicen nada y lo dicen todo cuando alzan sus botes de cerveza hacia el molino en llamas y brindan en silencio por el escaso mes de gloria del molino de Íñigo de Castro.