lunes, octubre 06, 2025

Justice League (2017 / 2021): Cuando los dioses cayeron… y alguien intentó levantarlos

    Hay películas que no se ven, se sobreviven. Y luego están aquellas que llegan como ruinas reconstruidas, retales de una visión que nunca terminó de cuajar. Justice League pertenece a esa segunda categoría: una superproducción que quiso ser el colofón de un universo cinematográfico y acabó convertida en símbolo de su propio naufragio. La Liga de la Justicia debía ser el momento culminante del DCEU, la prueba de que los héroes más grandes de la historia del cómic podían convivir en la gran pantalla. Lo que obtuvimos fue, más bien, una autopsia filmada de cómo se descompone una idea brillante cuando demasiadas manos intentan reanimarla.


    Tras la muerte de Superman en Batman v Superman a manos de Juicio Final, el mundo queda sumido en un duelo casi metafísico. La humanidad ha perdido a su protector, y en su ausencia los dioses antiguos —o algo que se les parece— empiezan a moverse en la oscuridad. Bruce Wayne (Ben Affleck), envejecido y atormentado por la culpa, decide formar un equipo que pueda resistir lo que viene. A su lado, Diana Prince (Gal Gadot), la inmortal amazona que sigue creyendo en los hombres aunque estos le fallen una y otra vez. Juntos reclutan a tres figuras que encarnan el mito moderno: Barry Allen (Ezra Miller), adolescente con supervelocidad y verborrea nerviosa; Arthur Curry (Jason Momoa), heredero reticente del reino submarino de Atlantis; y Victor Stone (Ray Fisher), mitad hombre mitad máquina, víctima de la tecnología que lo salvó. La amenaza tiene nombre y rostro digital: Steppenwolf, un guerrero alienígena en busca de tres artefactos llamados Cajas Madre, con los que pretende terraformar la Tierra para su amo, Darkseid. La épica debería haber estado servida. El problema es que el espectáculo llega amputado, con el corazón dividido entre dos directores, dos tonos, dos películas que nunca se reconciliaron.


    La producción de Justice League es ya parte del salseo moderno del fandom. Zack Snyder, tras las críticas feroces a Batman v Superman, se enfrentaba a una presión insoportable por entregar una película más “accesible”, menos sombría. En pleno montaje, una tragedia personal -nada menos que el suicidio de su hijo, que para mí es lo peor que puede sucederle a cualquier ser humano- lo apartó del proyecto, y la Warner, temerosa de otro vendaval mediático, llamó a Joss Whedon —recién salido de Los Vengadores 2— para “arreglar” el tono. El resultado fue una criatura de Frankenstein: Snyder aportaba la solemnidad mitológica, el claroscuro y el sentido trágico; Whedon insertó secuencias cómicas, color y una corrección digital que parecía iluminar hasta el alma de Batman. El contraste era brutal: héroes que hablaban con gravedad shakesperiana en una escena y soltaban chascarrillos de sitcom en la siguiente. Cuando se estrenó en 2017, Justice League era, literalmente, otra película de la concebida originalmente por Snyder. Dos horas exactas (por mandato del estudio), efectos apresurados, un villano de videojuego de PlayStation 3 y un bigote borrado digitalmente que ya es leyenda urbana por culpa nada menos que de la estupenda Mission Imposible: Fallout. El público respondió con tibieza: $657 millones de recaudación mundial, menos de lo que se esperaba para la reunión de los mayores iconos del cómic. En Rotten Tomatoes, apenas 39 % de aprobación crítica; en Metacritic, 45/100. Un coloso de presupuesto hundido por su propio peso y una productora que veía como su lucha con la competencia naufragaba miserable y casi definitivamente.


    Pero la historia no terminó ahí. Y aquí llegamos con los polvos que nos han traído los lodos por los cuales he reactivado el blog y escrito esta serie de reseñas que no van a cambiar la vida de nadie pero a mí me sirven de terapia y desahogo, qué demonios. Durante cuatro años se desarrolló en redes una furibunda y organizadísima, y porqué no decirlo, muy persistente, campaña de  hashtags y memes con un único objetivo: release the snyder cut. Finalmente esa versión extendida del director se convirtió en realidad gracias a HBO Max. Y lo que vimos fue, sorprendentemente, una película distinta: no solo más larga (cuatro horas de metraje), sino coherente, imponente y, sobre todo, fiel al espíritu de su autor. Esta versión ya no intenta ser graciosa ni ligera. Es una ópera de dioses exiliados, una elegía sobre la redención y el sacrificio. Superman (Cavill) regresa como símbolo de esperanza, sí, pero también como figura mesiánica, un redentor que vuelve de entre los muertos para unir a los suyos. El montaje se toma su tiempo para dotar de alma a cada héroe: el Flash que salva al mundo retrocediendo el tiempo; Cyborg, el corazón trágico de la historia; Wonder Woman, imponente y serena; Aquaman, resignado pero leal; Batman, agotado y consciente de su mortalidad. El tono es, de nuevo, el del mito clásico, con resabios wagnerianos y alguna escena que nos recuerda a las grandes batallas de la Tierra Media. Y aunque a veces peca de grandilocuente y oscuro hasta el exceso, hay una coherencia emocional que la versión de 2017 jamás tuvo. Rotten le otorgó un 72 % de aprobación, el público un entusiasta 94 %, y en Letterboxd se consolidó como una reivindicación tardía del autor que Warner no supo entender. Esa gran victoria supuso que el fandom acérrimo de Snyder marcaría la pauta a seguir de cada producción y de cada movimiento de Warner relacionado con DC. Si olía o parecía Snyder (grandilocuencia, exceso, oscuridad, ralentís continuos), bueno. Si la producción buscaba un tono más jovial, luminoso o ligero, caca. Finalmente podríamos decir que el DCEU cayó por encontrarse entre dos fandoms que disparaban con balas envenedadas, las hordas Marvelitas que despreciaban sistemáticamente todo lo que no llevara cameo de Stan Lee incorporado y los quintacolumnistas a los que el Universo DC les importaba un rábano y sólo querían que su pope Zack Snyder (recuerden, su mejor película sigue siendo, sí, LA PRIMERA) siguiera jugando con los personajes.


    Ver Justice League en cualquiera de sus versiones es como mirar un mural a medio pintar. En la versión de 2017 ves las pinceladas nerviosas, el borrón, el intento de contentar a todos. En la de 2021 ves el trazo firme, la intención artística, pero también la obsesión de quien quiere levantar una catedral sobre un solar en ruinas. Quizá Snyder no sea un gran narrador, pero sí es un visionario. Sus superhéroes no caminan: desfilan. No hablan: declaman. No se ríen: se confiesan. Y en un género saturado de ironía, eso, paradójicamente, se agradece. Porque detrás de toda su pompa y oscuridad hay algo que ninguna otra adaptación reciente ha tenido: fe. Fe en que estos personajes pueden significar algo, aunque el mundo ya no lo merezca. El gran pecado de Warner fue no entenderlo a tiempo. Tratar de “arreglar” una visión autoral para convertirla en producto genérico. Lo que podría haber sido su Vengadores acabó siendo su Frankenstein. Aun así, me quedo con una imagen que resume todo lo que pudo ser y no fue: la de Superman descendiendo del cielo, envuelto en luz, mientras los demás lo observan con esa mezcla de reverencia y alivio que uno siente cuando por fin regresa alguien que creías perdido para siempre.

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