En un bareto de un país indeterminado del este de Europa se lleva a cabo un trato entre caballeros. El representante de un importante consorcio quiere realizar una prospección mineral en una zona que pasa continuamente del control del gobierno al poder de la insurgencia, y para garantizar su seguridad contrata los servicios de un puñado de mercenarios que asuman la tarea de escolta privada en una misión de 48 horas y sin complicaciones aparentes. El grupo resulta extremadamente heterogéneo, y bajo las órdenes de D.C. encontramos soldados británicos, americanos, rusos y balcánicos. Todos ellos comparten una estoica profesionalidad conseguida en decenas de trabajos miserables en los que siempre han arriesgado lo único valioso que poseen, su propia vida. El lugar de la prospección no es sino un bunker abandonado en esa tierra de nadie al que nadie parece haber prestado interés desde el final de la II Guerra Mundial y en el que, como es de esperar, hay más de lo que aparece a simple vista. El prospector, que en realidad no es tal, busca algo completamente diferente de una veta mineral, y lo que el comando encuentre allí pondrá en grave riesgo sus vidas.
Realmente me resisto a dejarme llevar por el entusiasmo con que podría adornar esta reseña soltando afirmaciones exageradas e hiperbólicamente molonas sobre el verdadero contenido del film, pero prefiero plantearles el argumento del que partía yo mismo como espectador no avisado para permitirles disfrutar del desarrollo de esta peliculita de serie B rodada con un parco presupuesto en el Reino Unido que se ha estrenado casi de tapadillo en el mercado doméstico de DVD y que moja la oreja a prácticamente todos los estrenos de género en pantalla grande de los últimos tiempos -excepto La niebla, claro. ¿La han visto ya?-. Los argumentos con los que cuenta El bunker resultan contundentes y dentro de los parámetros de la serie B más genuina: una historia reducida a su más mínima expresión que acumula tópicos, inventiva e ingeniosas soluciones argumentales a partes iguales, un reparto de tipos más que de personajes que se definen por sus acciones y que pese a no despertar excesivas simpatías sí logran conectar con el espectador lo suficiente como para que nos preocupe su destino final, un diseño de producción ajustadísimo que exprime al máximo las ventajas del escenario escogido para la historia (una fábrica de municiones escocesa, en realidad), unos efectos especiales testimoniales pero resultones y unos mínimos pero contundentes momentos de exceso visual que bordean el gore y que aportan el componente justo de suciedad extrema y violencia incómoda tan querido para este tipo de películas.
En el reparto destaca el nombre de Ray Stevenson, actor reconocible por ser el Tito Pullo de la serie Roma y el nuevo Frank Castle en Punisher War Zone, y que aquí compone a la perfección el papel de líder carismático y profesional hasta la médula obligado a lidiar con un problema que le supera ampliamente pero al que en ningún momento volverá la espalda. Junto a él encontramos a Julian Wadham como el científico prospector Hunt, en realidad el único verdaderamente consciente de todo cuanto acontece en el lugar, a Richard Brake como Prior, una máquina de matar con conciencia pero sin remordimientos por sus pecados, y a Paul Blair como Jordan, soldado y médico del grupo con una personalidad sometida a altibajos que a pesar de todo, mostrará tantas agallas como el que más. La labor de los actores es meritoria en tanto que lo único que se les exige es que se comporten y actúen como mercenarios creíbles, cansados, o aterrorizados cuando llegue la ocasión, y en ese sentido Blair, Brake y Stevenson componen un temible trío de mosqueteros mercenarios que se permiten algunas reflexiones sobre su azarosa y maldita vida antes de la batalla y que logran empatizar con el público lo suficiente como para que la cada vez más angustiosa y opresiva situación de los mercenarios se transmita fuera de la pantalla.
No esperen giros argumentales de impresión, porque lo que sucede en El bunker lo hemos visto varias veces. Mezclen ustedes Platoon con La cosa, una pizca de El Torreon, Dog Soldiers y Deathwatch (estas dos últimas son otra muestra de la solidez británica a la hora de realizar producciones de terror eficaces y sobrias y que curiosamente, utilizan el elemento castrense para aproximarse al fantástico) y un poco del comic La brigada de la luz y tendrán ustedes la historia. Lo que sí pueden conseguir es ochenta minutos de honesto entretenimiento, sorprendentemente bien rodado por el novel Steve Barker, y con un nivel de interés que no decae en ningún momento pese al reducido reparto y localización y a lo contenido de la historia. Personalmente lo que más me gustó fue el tono de épica desesperada que va apoderándose del relato en su tercio final y que es lo más parecido que veré en cine a una adaptación de La brigada de la luz, comic de terror bélico editado por Norma años ha que me impactó profundamente y que, al igual que El bunker (Outpost en su título original, algo así como puesto de guardia) enfrenta a un grupo de soldados contra fuerzas más allá de su comprensión en una desigual lucha en la que sólo cuentan con su valor, determinación e inquebrantable voluntad de sobrevivir.
La relativamente buena acogida de El bunker tanto entre la crítica especializada como entre el público aficionado al cine de terror ha permitido que al margen de su explotación para el mercado doméstico en Estados Unidos la película fuese estrenada en pantalla grande en el Reino Unido, y que su productora, Black Camel, se esté planteando la realización de una secuela con el hipotético título de Outpost: Red zone. Veremos si manejan la munición tan bien como los responsables de esta película.
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