Actualidad obliga, y en mi habitual repaso a la prensa electrónica me entero de la muerte del maestro sueco del séptimo arte y dramaturgo Ingmar Bergman. Aunque me desentendí de los compases finales de una obra cada vez más hermética y ajena para mí (Sarabanda) y me aburrían soberanamente esos retratos in extenso de la pragmática y fría sociedad sueca (Fanny y Alexander, un cumpleaños que dura cuatro horas, brrrrrr) este autor ha dejado una de las carreras más prolíficas y de mayor calidad sobre los escenarios teatrales y sobre las pantallas de cine de las que el mundo del arte europeo se puede enorgullecer. Me quedo, eso sí, con sus películas de madurez, con la enigmática contemplación de caracteres de El rostro, la poética terrible y franca de El séptimo sello, y por encima de todo con la contemplación serena y melancólica de la belleza y el tiempo pasado que es Fresas salvajes, un elogio a la vida que viene de aquel que está apurando ya la recta final y que cuenta con ese par de hermosas actrices tan queridas al cine de Bergman: Ingrid Thulin y Bibi Andersson (¿creerán ustedes que en mi infancia llegué a confundirla por nombre con cierta vedette espeñola?).
Pequeño homenaje en letras y en imágenes a un maestro del que quizá vuelva a revisar en breve alguna de los mencionados films y a disfrutar con las sensaciones que ya casi tres lustros atrás me hiciera vivir.
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